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Por el camino de Swann


Viajes literarios como el que nos ocupa son difíciles de emprender en estos días ajetreados y de lectura rápida y frugal, de párrafos sueltos en blogs aleatorios y ojeadas rápidas a titulares que olvidamos minutos después. La época de Proust quedó atrás hace mucho, y sin embargo, a pesar del bombardeo constante de imágenes, no hay serie o película comparable (no, ni siquiera The Wire o Six Feet Under) al placer que uno experimenta al toparse con la gran literatura. Con esa que se adentra sin miedo en rincones del alma humana en los que sólo ella (y quizá la música) se atreven a adentrarse.

Por el camino de Swann es nuestra toma de contacto con ese Proust niño que descubre el mundo asombrado y ligeramente asustado, pero siempre fascinado y ávido de aprender, de descubrir, de empaparse de los estímulos que lo rodean.  

Dividido en tres partes claramente diferenciadas, corresponde la primera a la más tierna infancia, al amor desesperado hacia su madre, a la rutina de una vida campestre en casa de su tía, a los largos paseos por los senderos y los bosques de Combray. En la segunda conocemos a Swann, personaje vagamente mencionado hasta entonces, amigo de la familia, y lo seguimos en su tortuosa y sublime pasión, en un retrato de los diferentes estados del amor sólo comparable al que sin ninguna duda ocupa una altísima posición entre mis libros favoritos, ni más ni menos que Bella del Señor. 

Para rematar volvemos a un Proust listo para conocer el primer amor, en la forma y cuerpo de una Gilberta Swann con la que comparte juegos y emociones tan sutiles como devastadoras en los Campos Elíseos. 

Pero si algo caracteriza este libro, y al autor intuyo, es la minuciosa recontrucción tanto de cada detalles de un paisaje como de un salón, como de un rostro o de la sombra del cabello sobre unos ojos deslumbrantes, o de la emoción intensa ante la mística contemplación de una flor. Quedarse con el detalle de la madalena, que su tía untaba en té, y que da pie a tantísimas recuerdos de aquella época, es quedarse en el umbral. Es ver la puerta pero no asomarse al increíble mundo que hay detrás.

Así, abrámosla y veamos lo que la primera parte de En busca del tiempo perdido encierra...   



"Durante mucho tiempo me he acostado temprano..."

Esas son las primeras palabras de Proust, unas palabras sencillas pero que encierran gran parte del significado profundo de su obra. Pues es ésta, o intenta serlo, una catarsis, un vano intento de recuperar una época en la que el narrador no era sino un niño solitario y sensible como pocos, que ve desplegarse el mundo a su alrededor pero no es sino un espectador de la vida de Combray, y luego más adelante nada más que una voz en el gran amor de Swann que centrará la mayor parte del libro.

Así, esas primeras palabras se antojan llenas de nostalgia por todos los días desperdiciados, por todas las ocasiones perdidas. La primera parte del libro, en la que nos relata la rutina de casa de su tía Leoncia en Combray (cuya relación con su criada Francisca es uno de los toques geniales marca de la casa de Proust), y los largos paseos por sus alrededores, con descripciones de un detalle demasiadas veces excesivo (pero muy característico de la literatura francesa de la época) nos introduce personajes clave, como Swann y su hija Gilberta, que marcarán los primeros volúmenes de esta obra.

En esta primera parte, sobre todo, se nos presenta al narrador, ahondando en su alma sin la menor piedad, descubriéndonos el gran amor que siente hacia su madre, ejemplificada en la insoportable sensación de no recibir un beso antes de dormir. Además los fragmentos en los que el pequeño Proust pasea en solitario, esperando que de cualquier recodo surja una muchacha a la que saludar, nos lo muestran despertando, listo para hacerse mayor, para conocer un amor que para él es algo idealizado.

Y es uno de los personajes apenas mencionados en la primera parte, Swann, al que la familia de Proust apenas trata por haber protagonizado un escandaloso matrimonio, el protagonista de la segunda y soberbia parte del libro.

Un amor de Swann es la disección de la relación amorosa de Swann, noble mujeriego bastante dado a codearse con mujeres de condición social poco apropiada, con la cocotte Odette de Crécy, mujer de mala fama e incluso de aspecto no demasiado atractivo para el primero, pero que poco a poco va viendo como el fuego de la pasión crece en él, hasta ser incapaz de vivir sin ella. Y Odette, que en las primeras etapas lo idolatraba y le entregaba cada minuto de sus días, al tenerlo doblegado cambia, o se muestra tal y como es, poco menos que despreciándolo. 

Es esta segunda parte el núcleo del libro, y la parte que lo convierte en magnífico, que nos muestra la verdadera cualidad de Proust, que no son las descripciones, sino su bisturí. La creación de personajes como la aborrecible señora Verdurin, o el imbécil doctor Cottard, incluso Odette, son una muestra desprovista de toda piedad de la verdadera condición humana, de las falsedades, zalamerías y miserias de una clase ociosa esclava de sus pequeñas e insignificantes costumbres. Proust sabe que es parte de ese mundo, se nota tras su elaborada prosa que es capaz de ver las entrañas podridas de esos lujosos salones, pero no puede más que narrárnoslo desde su cama, enfermo, lamentándose por todo lo que no pudo cambiar.

Finalmente, después de lo que (en apariencia) es el fin de la relación entre Swann y Odette, tenemos una última parte en la que el pequeño Proust inicia una amistad, o relación amorosa, precisamente con la hija de Swann, Gilberta, compañera de juegos en los Campos Elíseos. Descubrimos aquí, casi horrorizados, que el pobre Swann acabó casándose con una Odette, a la que, personalmente, llegué a despreciar. Esta relación, de momento inocente, seguirá en el segundo volumen, así que será allí donde la exponga con más detalle.

Demos por emprendido, pues, un camino magnifíco, arduo y pesado pero totalmente recomendable, enfrascado ya en la lectura del segundo volumen.




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