Premio Pulitzer 2014. El primer clásico del siglo XXI. Mezcla explosiva de Dickens y Breaking Bad. Una fugaz búsqueda en Google y no tardé en hallarme buceando entre decenas de críticas elevando a los altares esta obra de la escritora norteamericana Donna Tartt. 1.152 páginas, con lo que me gustan los libros largos, larguísimos, donde perderme...
Con esa brutal campaña de marketing a sus espaldas, El jilguero tardó escasos días en pasar de mi lista de futuribles a la pantalla del Kindle.
Antes de adentrarme en los pormenores de lo que ha sido esta pequeña odisea, quisiera destacar el increíble ritmo que Tartt imprime a su novela. De manual. Las páginas fluían por momentos como si avanzaran solas frente a mis ojos, como si no leyera sino que me hallara perdido en algún punto maravilloso entre las líneas. Dicho esto, por desgracia, no es un clásico. No había gran literatura en esas páginas. Mucho más le pido a un libro para catalogarlo como tal (ejemplos varios en antiguas entradas del blog).
No es el mejor Pulitzer que he leído, ni de lejos. Ese honor corresponde a uno de mis libros predilectos, la fascinante Pastoral Americana de Roth. Pero para qué negarlo, ha sido una lectura más que placentera y para esta época estival, idónea. Veamos...
No es el mejor Pulitzer que he leído, ni de lejos. Ese honor corresponde a uno de mis libros predilectos, la fascinante Pastoral Americana de Roth. Pero para qué negarlo, ha sido una lectura más que placentera y para esta época estival, idónea. Veamos...
El jilguero tiene su pistoletazo de salida en el neoyorkino Museo Metropolitano de Arte, donde el protagonista del mismo, Theo Decker, un adolescente de 13 años, verá su vida truncada para siempre mientras pasea junto a su madre por los pasillos llenos de ecos de la lluvia que azota la ciudad afuera, entre cuadros que no lo fascinan ni la mitad que cierta pelirroja con la que cruza miradas y sonrisas... Hasta que todo vuela por los aires. Un atentado terrorista, el caos, el polvo y la confusión, y las últimas palabras de un anciano que lo toma como improvisado confesor. Obedeciéndolas ciegamente, Theo huye del museo con un cuadro y un anillo que cambiarán su vida.
Se antojaban ilimitadas las posibilidades tras una introducción que pone las cartas sobre la mesa enganchando al lector como todo buen thriller. Un cuadro robado, un muchacho huérfano perdido y abocado a una vida criminal tras mudarse a Las Vegas a vivir con un padre que lo abandonó años atrás, a él y a una madre que siempre idealizará.
Paisajes desérticos, amistades peligrosas, alcohol y drogas (por una vez dando la razón a los críticos, con reminiscencias clarísimas a la peor etapa de Jesse Pinkman). Y el cuadro como excusa un tanto burda para un sentimiento de culpa que arrastrará nuestro protagonista (increíble que la autora se permita centenares de páginas con el cuadro embalado y sin formar parte de la historia). Desarrollo de personajes que sin embargo se perfilan pobres, calan poco y se olvidan fácilmente.
El espejo de Breaking Bad era un arma de doble fijo. Si la autora quería abocar a Theo al camino que se intuye, drogarse no es suficiente (y menos de forma tan excesiva que le acaba quitando fuerza). Había dos posibilidades en esta historia: o adentrarse en el submundo de los cuadros robados de forma pasiva, arrastrado a él, y luchar por escapar de él más o menos intacto, o tomar las riendas y emprender el camino de no retorno.
El jilguero se queda a medias. De todo. Siempre que se abre una trama, se intuye una cobardía en la escritura que mucho tiene que ver con el cariño que la propia autora debió coger a sus personajes. Eché muchísimo en falta giros sorprendentes o decisiones cuestionables, errores o momentos que me tuvieran en tensión en la última mitad del libro. Ahí se perdió la historia. El destino del cuadro e incluso del protagonista ya me importaban poco, y eso es imperdonable.
Un regusto amargo me quedó al terminar el libro. Había disfrutado, pero no lo suficiente. Al final, El Jilguero no es sino un bestseller bien hilvanado, original, entretenido. Se lee, se disfruta por momentos, se aburre uno un poco con el protagonista, sentado a su lado mientras se droga una y otra vez sin que la historia avance un ápice. De las restauraciones no hablo porque por aquel entonces ya dormitaba pensando en el próximo libro que leería.
De camino anda ya el Pulitzer de este año a mi estantería. Un premio que tantas alegrías me ha dado en los últimos años (American Pastoral, Las Horas, Middlesex, The Road...) necesita mucho más que una decepción para perder mi interés...
Se antojaban ilimitadas las posibilidades tras una introducción que pone las cartas sobre la mesa enganchando al lector como todo buen thriller. Un cuadro robado, un muchacho huérfano perdido y abocado a una vida criminal tras mudarse a Las Vegas a vivir con un padre que lo abandonó años atrás, a él y a una madre que siempre idealizará.
Paisajes desérticos, amistades peligrosas, alcohol y drogas (por una vez dando la razón a los críticos, con reminiscencias clarísimas a la peor etapa de Jesse Pinkman). Y el cuadro como excusa un tanto burda para un sentimiento de culpa que arrastrará nuestro protagonista (increíble que la autora se permita centenares de páginas con el cuadro embalado y sin formar parte de la historia). Desarrollo de personajes que sin embargo se perfilan pobres, calan poco y se olvidan fácilmente.
El espejo de Breaking Bad era un arma de doble fijo. Si la autora quería abocar a Theo al camino que se intuye, drogarse no es suficiente (y menos de forma tan excesiva que le acaba quitando fuerza). Había dos posibilidades en esta historia: o adentrarse en el submundo de los cuadros robados de forma pasiva, arrastrado a él, y luchar por escapar de él más o menos intacto, o tomar las riendas y emprender el camino de no retorno.
El jilguero se queda a medias. De todo. Siempre que se abre una trama, se intuye una cobardía en la escritura que mucho tiene que ver con el cariño que la propia autora debió coger a sus personajes. Eché muchísimo en falta giros sorprendentes o decisiones cuestionables, errores o momentos que me tuvieran en tensión en la última mitad del libro. Ahí se perdió la historia. El destino del cuadro e incluso del protagonista ya me importaban poco, y eso es imperdonable.
Un regusto amargo me quedó al terminar el libro. Había disfrutado, pero no lo suficiente. Al final, El Jilguero no es sino un bestseller bien hilvanado, original, entretenido. Se lee, se disfruta por momentos, se aburre uno un poco con el protagonista, sentado a su lado mientras se droga una y otra vez sin que la historia avance un ápice. De las restauraciones no hablo porque por aquel entonces ya dormitaba pensando en el próximo libro que leería.
De camino anda ya el Pulitzer de este año a mi estantería. Un premio que tantas alegrías me ha dado en los últimos años (American Pastoral, Las Horas, Middlesex, The Road...) necesita mucho más que una decepción para perder mi interés...
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